Imagina por un momento la siguiente situación: viajas en un carguero por mitad del Atlántico. La mayor parte del personal duerme a esas horas en un silencio roto por el sonido de las máquinas y el golpe de las olas. Son las 3 de la madrugada, te has despertado y vas al baño. De pronto ese silencio nocturno se altera por un fuerte crujido, lo oyes sentado en la taza del retrete al tiempo que el barco se tambalea. Atónito, como marinero experto, sabes que ese movimiento no es nada bueno. Sales fuera del baño, aterrado, la adrenalina disparada y te das cuenta, ahora sí, que el barco se hunde, ya no son sospechas más cuando el agua comienza a entrar a borbotones. Entras en un estado de pánico, corres desesperadamente por el pasillo buscando una escotilla de agua que salve tu vida pero la corriente te alcanza traicionera por detrás arrastrándote violentamente y conduciéndote en dolorosos golpes contra las paredes hacía otro baño. Estás aturdido, asustado, tienes mucho frío. La boca sala